miércoles, 15 de agosto de 2012

La escuela moderna al desnudo

La escuela moderna fue ideada con absoluta premeditación por las élites de poder unos dos siglos atrás con unas finalidades muy claras según el prestigioso educador norteamericano John Taylor. Aunque se centra más que nada en el caso norteamericano, sus conclusiones son esencialmente extrapolables a muchos otros países.

Para empezar, propongo examinar un fragmento de un manual de trabajo dirigido a muchachos jóvenes, que estaba a la venta en los quioscos en 1937. He seleccionado las instrucciones escritas específicamente para ‘chicos entre los diez y los doce años’. Se trata de los planos para la ‘construcción de una maqueta de goleta de carreras’, de The Amateur Crafsman’s Cyclopedia of Things to Make (Enciclopedia de cosas a construir por el artesano aficionado). Para armar dicha maqueta, los chicos tienen que fabricarse su propio pegamento fundiendo los mangos de cepillos de dientes en desuso con acetona. A continuación, cuando nuestros muchachitos de diez años hayan cortado y lijado el casco y el palo mayor, hayan hecho la quilla con plomo fundido, hayan conseguido dominar el lenguaje de la náutica (con términos como ‘driza mayor’) y tengan cosida la vela de proa, se dispondrán a abordar la secuencia narrativa dedicada a la ensambladura: “Separen los costados del casco y coloquen las cuadernas inferiores en el lugar que les corresponde. Instalen las cuadernas, de manera que el borde biselado parta del costado. Claven un perno en escudete en cada cuaderna desde ambos costados. Hagan la quilla interior con una pieza de madera cuadrada de un cuarto de pulgada. Introdúzcanla dentro de la proa interior en las muescas de las cuadernas inferiores y presionen para que quede sujeta de lado a lado, y dentro, de la popa.” Creo que ya tienen suficiente.

1. UN MERCADO EFICIENTE NECESITA UNA CLIENTELA NECIA

Pero eso sucedía en 1937, cuando este tipo de instrucciones dirigidas a jovencitos eran todavía bastante corrientes, como lo habían sido desde antes de Ben Franklin. Poco después de que finalizara la Primera Guerra Mundial, se impuso un nuevo nivel, primero en las grandes ciudades, luego en todas partes. Se podría describir así:
a) Los jóvenes estaban obligados a permanecer sentados en sus sillas, dentro de unas salas controladas por profesionales a quienes no conocían.
b) Las salas eran identificadas y clasificadas por la calidad de los estudiantes que albergaban.
c) Cada día, los estudiantes copiaban las notas escritas en la pizarra para memorizarlas, rellenaban los cuadernos de ejercicios y escuchaban lo que se les decía en clase.
d) Su memorización era medida con asiduidad mediante pruebas escritas. Los estudiantes que obtenían repetidamente un resultado insuficiente eran humillados en público.
e) Las tareas que requerían un grado significativo de responsabilidad personal (como moldear quillas de barco con plomo fundido) estaban prohibidas.

En el mundo externo a las aulas, una gran depresión hacía estragos. El mercado se había vuelto poco eficiente. En parte, el mercado eficiente es aquel en que los clientes compran todo lo que está a la venta, indiscriminadamente. A finales del siglo XIX, los grandes nombres del empresariado global (como Carnegie y Rockefeller) habían decidido que, para el bien de todos, había que imponer en Estados Unidos la pedagogía prusiana, y que las escuelas tenían que convertirse en el medio para instruir a los jóvenes en el consumo indiscriminado. Ahora a los chicos se les enseñaba, indirectamente, que vivían para comprar cosas, sentirse bien y obedecer. Ahora cumplían más años en la escuela, pero jamás llegaban a hacerse mayores.

En 1900 abundaban los indicios de que se había iniciado un plan psicológico masivo para cambiar la naturaleza libertaria de los Estados Unidos. De ser una tierra de gente independiente con medios de vida autónomos iba camino de convertirse en una utopía administrativa. El filósofo John Dewey, un protegido de la familia Rockefeller, escribió que los Estados Unidos estaban cambiando su condición de libertaria confusión por la de una población administrada centralizadamente por sus más prósperos habitantes. Dentro de este nuevo orden social, el foro público iba a ser dirigido por las corporaciones y las grandes instituciones. Las preocupaciones individuales y locales eran ahora pintorescas e irrelevantes. Las escuelas se tenían que adaptar. Dewey lo consideró un gran adelanto en la esfera de los asuntos humanos y, en cualquier caso, irreversible. Apodó este movimiento “el nuevo individualismo”, sin asomo de ironía alguna.

En esta nueva realidad, las voces de los americanos comunes y corrientes iban a ser empaquetadas en algo llamado ‘opinión pública’, reducidas a una media. Y una de las funciones principales de la escuela era crear ‘opinión pública’ de antemano. Por esto la escolarización tenía que ser universal, institucional y obligatoria. Veamos cómo se gestó el sistema escolar moderno.

2. UN NUEVO ORDEN MUNDIAL

La estructura básica de la escolarización moderna fue establecida cuando los británicos estaban asumiendo el poder en la India a finales del siglo XVIII. Durante aquel período, en aquel preciso lugar, se descubrió que los secretos del éxito en el control de las masas residían en ocho directrices. Eran las directrices que seguía la aristocracia hindú para impartir una formación primaria a los miembros jóvenes de la población común:
1) En lugar de desarrollar habilidades, ejercitar la memorización.
2) En lugar de ejercicios destinados a que el estudiante se formase una opinión propia, inculcarle determinados hábitos y actitudes.
3) Poner límites estrictos a las preguntas de los estudiantes.
4) Poner límites estrictos a la asociación entre estudiantes.
5) Pruebas frecuentes sobre lo memorizado, y hacer pública la calificación obtenida en las pruebas.
6) Denegar al estudiante todo derecho a iniciar un currículum personal.
7) Someter a los estudiantes a una larga reclusión en condiciones de inmovilidad y silencio.
8) En un entorno extraño, entre personas y rutinas extrañas, poner al estudiante bajo la dirección de personas extrañas que ponen freno a toda tentativa de establecer una relación personal entre el alumno y el profesor.

Esta receta impresionó al capellán militar británico Alexander Bell, que publicó una versión de la misma en 1797 en Londres. Pensó que una receta así podría resultar de utilidad a los anglicanos para dirigir el orden social clasista de Gran Bretaña. Pocas veces un único y breve ensayo ha tenido tanta influencia en la historia mundial. Al cabo de poco tiempo, las palabras de Bell eran leídas con interés en los círculos gubernamentales del mundo entero.

Después de leer a Bell, un cuáquero de veinte años, Joseph Lancaster, se tomó a pecho sus sugerencias. Lancaster empezó a enseñar a leer a un millar de niños en un callejón cercano a su casa de Londres. El método hindú permitía que un único profesor controlara a muchos alumnos. Esto se lograba dividiendo la totalidad del grupo en subgrupos dirigidos por determinados alumnos, a quienes se les daba el título de ‘monitor’. Este sistema en que unos niños enseñaban a otros niños fue denominado ‘el método de los monitores’. Tal como era utilizado por los hindúes, el método de los monitores creaba subordinados condicionados psicológicamente a seguir siendo subordinados: el razonamiento era inexistente, y la práctica activa del discurso oral y escrito quedaba radicalmente marginada. Sin embargo, el joven Lancaster era totalmente ajeno a estos motivos. Empujado simple y llanamente por su afán de hacer el bien al tiempo que ganaba fama y fortuna, ponía énfasis en la relativa simplicidad del proceso de aprender a leer bien, más que en la memorización obligatoria. Personalizaba la instrucción hasta el punto que las circunstancias lo permitieran. Y, precisamente por su manera de actuar, la rápida expansión de su sistema amenazó durante cierto tiempo con desbaratar los planes de formación de las masas respaldados por el estado, que no pretendían educar, sino imponer la subordinación. Había que hacer algo.

De eso se encargó la Iglesia del estado de Gran Bretaña. En respuesta al afán de hacer el bien de Lancascoter, la Iglesia anglicana fundó su propia cadena de escolarización de las masas inspirada en el modelo hindú, diseñada para operar según el modelo original hindú. Lancaster fue borrado del mapa. En 1818 huyó a Estados Unidos, donde, bajo el patrocinio de hombres de poder como DeWitt Clinton, fundó una escuela Lancaster en prácticamente todas las grandes ciudades al este del Mississippi. Hasta que el sistema americano recuperó las intenciones de control social hindúes, lo cual complacía mucho más a los lugareños importantes que proporcionar poder intelectual al pueblo llano.

Una de las consecuencias importantes del fenómeno Lancaster fue que aportó pruebas fidedignas de que el adoctrinamiento masivo de los jóvenes a través de la escolarización podía funcionar. La primera nación que llevó el proceso de escolarización controlada por el estado hasta sus últimas consecuencias fue el estado militar de Prusia, que tuvo que valerse del ejército y de la policía para hacer redadas persiguiendo a los estudiantes disidentes. A pesar de las resistencias, en 1820 el sistema prusiano ya estaba instalado y en funcionamiento, con la intención de hacer de los hijos del pueblo llano los ‘recursos humanos’ del país, bajo el pretexto de la necesidad militar nacional.

La escolarización prusiana suprimió la capacidad de expresión de los estudiantes. Se les denegó la capacitación necesaria para que pudiesen pensar dentro de un contexto dado; en vez de esto se les impusieron unos axiomas en blanco y negro. El tiempo y las asociaciones de los muchachos estaban bajo estricto control, y se veían forzados a competir unos con otros por su prestigio y dignidad.

Esta imposición no fue solo el fruto de la necesidad militar prusiana, sino que tenía también raíces filosóficas.
De hecho el verdadero catalizador que accionó la trampa de la escuela fue la valoración terriblemente negativa que hizo el filósofo prusiano más destacado, Johann G. Fichte, de la gente común y corriente. Fichte, a su vez, solo se estaba haciendo eco de juicios negativos similares que habían sido emitidos anteriormente por Spinoza en Holanda, Calvino en Ginebra, Platón en Atenas y otros muchos.

A mediados del siglo XIX, el mundo de la ciencia aceptó esta valoración negativa de la gente común. El origen de las especies de Darwin (1859) coincidía totalmente con esta funesta opinión acerca de la humanidad cotermún y corriente, cuando hablaba de estirpes “favorecidas” y “desfavorecidas”. En su obra La descendencia del hombre (1871), Darwin arrojó el guante de lo que más adelante se llamaría ‘determinismo genético’ (dictaminando que la gran mayoría de la raza humana era biológicamente inferior). Su primo hermano, el famoso y polifacético erudito Francis Galton, exigió barreras para proteger la estirpe
de buena crianza. La educación institucionalizada tenía que hacer el trabajo preliminar, separando las estirpes y condicionando a las inferiores a aceptar órdenes.

Al mirar los modelos europeos, los norteamericanos sofisticados de la época reconocieron los esquemas
de la escolarización forzosa como lo que eran: tentativas de marginar una religión basada en la fe y reemplazarla por un substituto seglar, que era manipulado entre bastidores por una nueva clase de titiritero, a
su vez controlado por intereses específicos. El presidente norteamericano Jefferson por ejemplo había oído que en Europa existía este movimiento, inspirado en el Tratado teológico-político de Spinoza de 1670. Dicho Tratado denunciaba al pueblo llano violentamente, tratándolo de ferozmente irracional y fuera de toda posibilidad de redención. Su objetivo era establecer la escolarización obligatoria como modo de dividir y confundir a la plebe y, de modo intencional, reemplazar una religión basada en la fe, que Spinoza menospreciaba.

El caso es que, en Estados Unidos, el educador Horace Mann (que describió, a sus acaudalados patrocinadores, la escolarización obligatoria de las masas como “la mejor policía” que podían comprar) pidió a su país que imitara el sistema escolar prusiano. Y EE. UU. así lo hizo. Aunque, durante cincuenta años, no con el mismo celo que lo había hecho Prusia. Pues entonces solo se impuso la escuela obligatoria en dos estados, Massachusetts y Nueva York (en ambos casos a principios de la década de 1850, y con la ayuda de una sociedad secreta popularmente conocida como los Know-Nothings –‘Los Que No Saben Nada’). No obstante, a esta corta lista habría que añadírsele una tercera jurisdicción fatal: el gobierno nacional.

[Resumido en una frase:] la antigua estrategia de la China imperial conocida como ‘la política de mantener al pueblo en la ignorancia’ fue adoptada por la India hindú y por Prusia y, a partir de allí, se fue extendiendo por doquier, y con el tiempo llegó a Estados Unidos. En 1917, el nacionalmente famoso alcalde de la ciudad de Nueva York John Hylan dijo en un discurso que las escuelas de su ciudad habían sido presa de los “tentáculos” de una fuerza invisible, que las atrapaban “como un pulpo agarraría a su presa”, y que esta fuerza actuaba a través de las grandes fundaciones empresariales de Rockefeller y Carnegie.

En 1917 todavía se podían hacer en voz alta este tipo de declaraciones, pero hacia 1955 ya no quedaba nadie preocupado por una carrera o una reputación que pudiera hablar abiertamente de la invisible maquinaria que había tras la escolarización obligatoria. Cargar contra los políticos y los administradores de la escuela estaba permitido (después de todo no eran más que esbirros intercambiables), pero pobre del traidor insensato que invitara al público a meterse entre bastidores para ver cómo se gestaba esa ilusión óptica que era la escuela.

3. SEGUIR EL RASTRO DEL DINERO

Ha llegado la hora de prestar atención a algunos de los implacables motivos económicos que se hallaban
tras la campaña de escolarización, porque no todo se puede explicar en términos filosóficos y políticos.

La explicación económica más evidente de una escolarización institucionalizada forzada y universal es el
extenso campo de oportunidades de trabajo que ofrece a los individuos. También ofrece un extenso campo
de posibilidades contractuales a negocios tan divergentes como la edición, la agricultura, la recopilación de datos, la fabricación de muebles, la construcción, la formación del profesorado, la fabricación de tizas y otras muchas actividades.

La escuela fue, desde sus inicios, un motor económico espectacular, un plan de creación de empleo sin parangón: la máxima agencia de empleo posible. La escuela también desempeña otros servicios más
sutiles. Al permitir que millones de mujeres irrumpan en el mercado laboral, resulta una colosal e inesperada
lotería para los directivos industriales y comerciales, que pueden reducir a la mitad el valor del trabajo.

Desde el principio fue el aspecto económico de la escolarización institucional, y no la educación, para así
decirlo, ‘el rabo que meneaba al perro’. El aspecto económico garantizaba que la escuela fuera para siempre
jamás un asunto político. Pues ninguno de los que obtienen beneficios de la escolarización politizada (ya sean de izquierdas, de derechas o de centro) iba a ser tan insensato como para permitir que la escolarización se despolitizara. La marea de dinero que fluye por los pasillos de las escuelas es, en un análisis final, el factor fundamental de los asuntos escolares
.
Existen otros fundamentos económicos, muy alejados del entendimiento general, que por una especie de
pacto entre caballeros no se discuten en los lugares donde el público general pudiera estar escuchando.
Por ejemplo, la escuela proporciona un remedio parcial contra dos de las enfermedades mortales que el
capitalismo es propenso a contraer: la superproducción y la hiperdemocracia.

Empecemos por la superproducción. La crónica de la América colonial nos cuenta que, tanto a las familias
como a los individuos, se les enseñaba a autoabastecerse en la máxima medida de lo posible: era deseable
que pudieran producirse para sí mismos comida, ropa, viviendas, atención médica, diversiones, autodefensa,
educación y mucho más. Pero en un contexto de economía de empresa y bajo un gobierno de corporaciones empresariales, ambicionar la autosuficiencia frustra la voluntad de las empresas, instituciones y agencias gubernamentales de abastecer a toda la población.

Tendríamos que admitir en nuestro fuero interno que no hay cualidades humanas tan venenosas para la salud
empresarial como la independencia y la imaginación creativa en acción. Porque cuando a un número demasiado elevado de personas imaginativas, independientes y llenas de recursos se les permite producir
para el mercado, el resultado inevitable es un alud de bienes y servicios demasiado fuerte para que pueda ser absorbido por dicho mercado: los precios caen en picado, la banca acusa el golpe, y el puntal del capitalismo de alto riesgo, la concentración del capital, se ve en dificultades, porque los inversores temen que los beneficios corran peligro. Así pues, por extraño que pueda parecer, bajo un capitalismo de empresa y un gobierno de corporación empresarial, hay que encontrar sistemas para conseguir que el público en general sea menos productivo y menos independiente.

La segunda enfermedad que amenaza al capitalismo de empresa fue apodada ‘hiperdemocracia’ por la Comisión Trilateral en 1975. En el salón de los espejos de nuestra sociedad, se entra en crisis cada vez que la voluntad pública colectiva intenta oponerse a la voluntad oficial.

Una gran consternación recorrió los círculos oficiales norteamericanos cuando las manifestaciones públicas
de la juventud pusieron fin a la lucrosa intervención militar en Vietnam. Y los mismos círculos gubernamentales se indignaron cuando un intruso temerario, Ross Perot, intentó una toma de poder política a través de las urnas electorales a finales del siglo XX (y casi lo consiguió).

Si alguna vez se hiciera la revolución de la hiperdemocracia, un sinfín de compromisos comodísimos quedarían profundamente afectados. Los nuevos directivos no tendrían ninguna deuda contraída con los antiguos directivos; serían cartas comodines, impredecibles.

Afortunadamente para el poder establecido, los riesgos de la hiperdemocracia solo cobran realidad cuando
un número elevado de personas comunes y corrientes se aprecian lo suficiente unas a otras, y confían lo suficiente unas en otras, como para ser capaces de colaborar en alguna expresión colectiva de voluntad
pública. Un mismo estilo de música, de modo de vestir y de hablar unió a los jóvenes manifestantes callejeros de la década de 1960 el tiempo suficiente como para, por ejemplo, poner fin a una guerra. Pero, en circunstancias ordinarias, por medio de estructuras institucionales se implantan medidas preventivas contra la hiperdemocracia.

¿Cuáles pueden ser estas medidas? Una tradición norteamericana largamente asentada había sido la
cooperación. Sin cooperación, las escuelas de aula única no funcionaban, ni la construcción de graneros,
ni el parque de bomberos voluntarios, ni tantas otras cosas. Pero ¿y si se pudiera imponer una ininterrumpida
competición de alto riesgo, en la que algunos de los participantes fueran públicamente distinguidos como ‘superiores’, algunos catalogados como ‘mediocres’, y otros marcados como ‘fracasados’? ¿Y si lo que Thomas Hobbes describió como la ‘guerra de todos contra todos’ se recrease a diario en las aulas, con la plena aprobación de las autoridades escolares y la distraída aceptación de los padres? ¿Y si separáramos
físicamente a los jóvenes unos de otros, según la edad, la clase social, el barrio, con una interminable
segregación entre vencedores y vencidos? ¿Acaso todo esto no acabaría poniendo freno a la actitud cooperativa? Los que estuvieran obligados a competir ¿no acabarían, con el tiempo, condicionados a la nocooperación? En un medio como este ¿acaso no caerían en picado las probabilidades de que se diera la
sublevación de la hiperdemocracia?

¿Les parece esto una locura? No le habría parecido una locura a Charles Darwin, quien dejó escrito que
el pueblo llano era evolutivamente retrasado y constituía una amenaza para las razas “favorecidas”. No les
habría parecido una locura a los megaempresarios Andrew Carnegie ni a John D. Rockefeller, que eran
fervientes darwinistas, y al mismo tiempo poderosas fuerzas vivas a favor de legislar la escolarización obligatoria, y a favor de la forma precisa que tomó esta institucionalización. Los dirigentes de la época victoriana (segunda mitad del siglo XIX) reclamaban que las estirpes de buena crianza fueran protegidas de las de mala crianza. La escolarización obligatoria institucional estableció esta protección.

4. GANAR LO ES TODO

A finales del siglo XIX brotó en todo su esplendor una nueva y a la vez vieja filosofía llamada ‘pragmatismo’. Surgió de una organización privada de Harvard conocida como The Metaphysical Club (El Club Metafísico). El pragmatismo, que contaba en sus filas con figuras de gran calibre, anunció que la verdad y la justicia eran lo que fuere que los vencedores del orden social dijeran que era. Nada más. Oliver Wendell Holmes, juez legendario de la época, declaró que la justicia era aquello que con mayor exactitud concordara con los deseos de los fuertes. Todo juez sensato decidía el caso antes de que fuera expuesto, a partir de conocercuáles eran las aspiraciones de los fuertes respecto al pleito en cuestión.

Más de un siglo después de que estas nuevas políticas fueran declaradas, las personas inocentes e inteligentes que se encuentran con estas declaraciones no pueden creer que tuvieran que ser tomadas al pie de la letra, o bien las consideran extravagancias propias de la historia. Pero ténganlas presentes cuando consideren que, con sus juegos de ganar y perder, la institución escolar condiciona terminantemente a la población. Hasta el punto de que los otros objetivos del aprendizaje pasan a ser secundarios. Todo estudiante sabe que de lo que se trata en la empresa escolar es de ganar; no de ganar en cultura, no de ganar en comprensión, ni de desarrollar destrezas. De ganar. Y de perder también, claro.

En los círculos de sabiduría (y en las almas comunes y corrientes que han llegado a la ancianidad) se ha venido sabiendo desde hace milenios que el simple ganar, fuera de cualquier contexto convincente, aparte de
ofrecer la posibilidad de obtener ventajas a nivel personal, constituye un logro trivial, en última instancia
carente de sentido. La experiencia más corriente nos enseña que ninguno de los bienes tangibles que llegamos a ganar (ya sean calificaciones, belleza o un buen trabajo) llegará jamás a permanecer como algo que habremos ganado para siempre. Habrá que perseguir la victoria una y otra vez, sin tregua, hasta que el vencedor queda agotado y otro campeón se lleva el premio. Aparte de que la lógica del ganar o perder nunca tiene en cuenta que los que triunfan en las pruebas escolares son con frecuencia perdedores en la vida.

Sin embargo, al decir esto no pretendo ocultar que existe una forma de competir totalmente esencial para una vida plena: competir consigo mismo. Cuando aprendemos a querer competir con nosotros mismos,
aprendemos al mismo tiempo a rechazar nuestra mediocridad. Las victorias sobre uno mismo son progresivas; repetidas con suficiente asiduidad acaban por ser permanentes.

Pero esperar vencer a terceros anónimos nos llevará, inevitablemente, a hacerle el juego al sistema, el de
ganar a toda costa. Para hacerlo, emplearemos la versión colegial de las drogas de mejora del rendimiento:
reducir la calidad, copiar en un examen, aprender a pasar las pruebas y hacerle la pelota al profesor. Pero
esto no nos enseña prácticamente nada que merezca la pena saberse en una vida moral satisfactoria. Competir por las notas y las distinciones nos impide ver las constantes recompensas que conlleva la comprensión por sí misma. Estas recompensas nos pueden cambiar la vida, y solo las obtenemos cuando aprendemos por aprender, no por ganar.

El acicate de incentivos y amenazas propio de la competición fue elegido por los diseñadores de la escuela
prusiana para dividir a los jóvenes. Así se enfrentaba a unos contra otros y se impedía que se llevara a cabo
el proceso educativo. Dividida, la gente es más fácil de manejar que cuando unos cuidan y se preocupan
de los demás. Por otra parte, la gente educada (como ahora ya saben) tiende a producir, no a consumir, con
todos los riesgos que ello comporta para el gran capital. La obra del procónsul romano Julio César La guerra de las Galias (siglo I a. C.) había sido en otro tiempo un clásico entre los libros de texto de la escuela secundaria. Este texto exponía de manera clara y simple el principio de ‘divide y vencerás’. La guerra de las Galias sigue siendo una obra de referencia básica en los internados privados de élite, pero ha desaparecido de las escuelas públicas, por motivos que a estas alturas deberían haber quedado claros.

5. LA ECONOMÍA DE MERCADO TEME A LA SABIDURÍA

Los individuos tienen solo dos funciones en una economía de mercado eficiente: en primer lugar, consumir
continuamente. Incluso trabajar es secundario, porque el trabajo humano entra en competencia con el trabajo que pueden realizar las máquinas. La segunda función que tienen los individuos en una economía
de mercado eficiente es la siguiente: no deben organizarse políticamente contra los intereses del empresariado. La escuela cumple bien con esta función: los chicos bien escolarizados han sido entrenados a profesar una obediencia automática a la democracia, y al mismo tiempo a comportarse de maneras contrarias a las que la democracia exige.

No hay una respuesta fácil al dilema que acabo de plantear. Porque mientras que el espíritu nacional norteamericano honra la idea de la democracia, la economíanacional decrecería y se extinguiría si tuviera que adaptarse a una realidad mínimamente ajena al autoritarismo y el control. Imaginen que se estimulase el juicio
crítico y el comportamiento ético de los ciudadanos. ¿Podría sobrevivir entonces una economía basada en la
venta global de maquinaria bélica, el consumo legal de estupefacientes, la producción industrial de productos
alimenticios poco nutritivos, la industria del espectáculo comercial y la venta masiva de instrucción vudú
sobre cualquier tema que imaginarse pueda? Estados Unidos es hoy el país del caramelo de goma, la megacomida y el Gran Engullidor, después de un centenar de años de niñez artificialmente prolongada.

Crecí durante la Segunda Guerra Mundial en un pueblo minero cercano a Pittsburgh y, en aquel entonces,
la capacidad de debatir conceptos abstractos tales como la superproducción, la hiperdemocracia y las
políticas de ‘divide y vencerás’ (además de la escolaridad del atontamiento) era mucho más frecuente
entre el pueblo llano de lo que es hoy en día. Yo mismo fui testigo de ello.

A algunos les podría sonar exagerada la afirmación de que la clase obrera tuviese esas inquietudes intelectuales, así que permítanme que les recomiende un libro que podría corregir cualquier malentendido
al respecto. El libro, obra de E. P. Thompson, explica cómo la clase obrera de la Inglaterra del siglo XIX luchaba apasionadamente para entrar en el mundo de la actividad intelectual, y cómo era vapuleada por su
atrevimiento por parte de sus ‘superiores’. Lean The Making of the English Working Class (La formación de
la clase obrera en Inglaterra) (1968) y les prometo que, si tienen conciencia, se van a quedar indignados por
lo que la pedagogía de la escolarización obligatoria ha logrado hacerle al pueblo llano.

¿Se acuerdan de aquellos chiquillos de diez años que construían veleros de regata? Yo jamás hice uno, pero
sí que llegué a construir varios soapbox racer siguiendo instrucciones similares, en 1945, cuando contaba
diez años de edad. Y, con una navaja de precisión, recorté en madera las piezas de un caza P-51 Mustang,
pilotado por un elástico retorcido, que podía sobrevolar una distancia de cuatro manzanas a considerable
altura. Todos los chicos de diez años de las clases obreras de Monongahela (Pensilvania) que yo conocía
construían cosas antes de que en sus escuelas se aplicaran los principios pedagógicos modernos.

En la Xavier Academy, el internado de influencia jesuita administrado por monjas ursulinas en el que mi
hermana y un servidor fuimos secuestrados durante un año, entre 1943 y 1944, aprendimos los fundamentos
del álgebra en el tercer año de escuela primaria, y fuimos expuestos a los rigores del pensamiento dialéctico y la lengua francesa. Luego, al regresar a la escuela pública, leí a César, Milton, Keats, Shelley y Shakespeare en el séptimo año de escuela primaria y elegí, como asignatura optativa, enfrentarme con los
escritores latinos en latín en noveno.

Hoy en día todo eso, planos de construcción de modelos incluidos, sería considerado como abuso de menores. Pero ninguno de los chavales de clase obrera que yo conocía habría estado de acuerdo con esta apreciación. Era tan emocionante cultivar una mente poderosa que pocos juguetes y juegos podían compararse a esta experiencia, y no había que forzarnos mucho a aprender.

Si el implacable condicionamiento psicológico de la época hace que todo esto suene demasiado radical al lector para serle creíble, le voy a recetar dos autobiografías que curarán su escepticismo: la primera, la de John Stuart Mill, el filósofo inglés y reformador de la sociedad cuya influencia en el terreno de la libertad, la lógica y los derechos de la mujer sigue vigente un siglo y medio después de su muerte. La segunda, la de Norbert Wiener, profesor de matemáticas en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, por muchos
considerado uno de los padres de la moderna tecnología de la información. Los padres de ambos se habían propuesto que sus hijos llegaran a ser genios, desde la cuna, y ambos consiguieron que su ambición se realizara.

A los ocho años, Mill ya hablaba y escribía latín y griego, y era un experto en la palestra de las matemáticas. A los trece, ya estaba muy ocupado con la lógica y la economía política, y a los catorce con estudios de derecho, historia y filosofía. Empezó su carrera profesional a los diecisiete años.

Wiener siguió un rumbo parecido. Los detalles exactos están en los libros, pero se lo advierto: si se escandalizaron ante la idea de que los chicos de diez años disolvieran mangos de cepillos de dientes con acetona para fabricar pegamento, van a sufrir un ataque al corazón cuando se enteren de lo que son capaces los niños de diez años (siempre y cuando se les permita desarrollar sus aptitudes).

6. EL VENENO DE LAS PRUEBAS DE RENDIMIENTO

Medir el mérito a través de una demostración de las capacidades es la forma humana universal de evaluar destrezas. Cuando el objetivo es determinar la capacidad de concentración, inventiva, recursos, autosuficiencia, o un dominio de la práctica de hablar y escribir de modo persuasivo u otras habilidades, el éxito o el fracaso quedan a la vista en función de los resultados obtenidos. Por ejemplo, cuando nos proponemos persuadir a alguien con un discurso oral o escrito, o bien lo conseguimos, lo conseguimos solo parcialmente, o bien fracasamos. No hay concesión de notas o galardones que valga o sea relevante.

Nadie con un mínimo de sentido común pide los resultados de los exámenes, ni hace uso de ellos, cuando se trata de comprar bienes o servicios. No le pedimos al barbero, al tipo que corta la hierba, al canguro, al arquitecto, al doctor, al mecánico, ni a nuestro futuro novio, que nos muestren las notas que obtuvieron en sus exámenes porque de alguna manera sabemos que la información no serviría de nada, o que incluso podría inducir a error.

Pero cuando se trata de distribuir distinciones y recompensas basándonos en la arbitrariedad, y no en los  méritos (cuando queremos repartirlas entre nuestros amigos y partidarios, por ejemplo, o entre los que queremos reclutar a nuestras filas) las pruebas de capacitación son puro veneno. ¿Qué nos importa quién lo hace mejor? En casi todas las situaciones normales, con una calificación de suficiente basta. Con el suficiente como base, puedes seleccionar y elegir a quienes van a ser tus aliados en tu agenda privada.

La dificultad estriba en justificar estas elecciones. Si la nueva institución escolar tenía que servir de manera eficiente al control de la sociedad, las recompensas tenían que ser otorgadas a los que eran leales y obedientes, y no a los más cualificados para llevar a cabo esto o aquello. Por lo tanto, había que substituir la capacitación o el aprendizaje de destrezas por un ‘aprendizaje de las asignaturas’. Y así se hizo.

El aprendizaje de las asignaturas hace hincapié en la memorización de porciones separadas de información.  Las pruebas consisten, en gran parte, en preguntas de respuesta rápida, que pueden ser corregidas por máquinas, y miden la obediencia: ¿memorizaste lo que te dije que memorizaras? Las escuelas enseñan asignaturas; no habilidades. La pregunta que más temor infunde a los pedagogos es: “¿Por qué hacemos esto?” Pocos profesores hay que intenten siquiera dar una explicación que vaya más allá de los discursos típicos.

El aprendizaje de destrezas sólo puede ser evaluado mediante la demostración práctica, pero el riesgo político que un sistema de este tipo podría plantear a los funcionarios públicos representaría una amenaza
al frágil salón de los espejos que la institución escolar es en realidad. Porque ¿y si el hijo del alcalde no fuera
capaz de quedarse quieto, ni de comportarse con decoro; y si hablara como un idiota y escribiera como
un perfecto ignorante? ¿Sería asignado entonces al grupo de los tontos? ¿Y si la hija del presidente de la
Parent-Teacher Association (Asociación de Padres y Profesores) no fuera capaz de pensar analíticamente
ni de discurrir racionalmente?...

La institución escolar evita la cruda claridad de las pruebas de capacitación, sin las cuales resulta casi imposible que el aprendizaje sea fructífero. A quienes confían en las pruebas de papel y lápiz para saber si
han ‘aprendido’ algo, no se les llegan a activar nunca los mecanismos de retroalimentación básicos.

7. LA GRAN DESCONEXIÓN

Por lo menos para los pobres y para el pueblo llano, la escolarización de las masas resulta ser hoy en día algo muy parecido a lo que fue en 1910. Funciona a base de exámenes y a toque de campana, se halla bajo el dominio de los pedagogos y ha sido simplificada a fondo. El propio término ‘pedagogo’ es una palabra tomada del antiguo mundo mediterráneo, donde se utilizaba para designar un esclavo especializado que transmitía las órdenes de un patrón que no se dejaba ver. ¿No les parece curiosa esta supervivencia lingüística? ¿Creen ustedes que ha perdurado por accidente?

La escuela es la responsable de la gran desconexión: desconecta a los niños de la comunidad, que exhibe
una gran variedad de modelos a imitar; les desconecta de las relaciones familiares y de valiosas asociaciones
de vecinos, y les impide vivir aventuras; les desconecta a unos de otros, y les distancia de sus propias vidas interiores.

En 1906, el primer comisario nacional de educación norteamericano, William Torrey Harris (no es casualidad que fuera el mayor erudito prusiano de EE. UU.) escribía en su obra La filosofía de la educación que la principal misión de la escuela era enseñar la “autoalienación”, una labor que se llevaba a cabo mejor
en “pasillos oscuros y mal ventilados”. Pueden ustedes buscar la referencia.

8. TODO LO QUE USTEDES SABEN ES ERRÓNEO

La enseñanza obligatoria estandarizada no trata, ni remotamente, de educación. Trata de estandarización.
La versión germanizada de la maquinaria escolar se centra en hacer de los individuos soberanos una
población estandarizada que sea fácil de gobernar, lo mismo que sucedía en la antigua China, en la India hindú y en Prusia.

Mientras teníamos una cultura emprendedora de pequeños granjeros, artesanos, artistas, mecánicos, pastores de la Iglesia, tramperos, pescadores, costureras, maestros de escuela autónomos y otros, la soberanía personal era una bendición. Pero después de la transformación empresarial se convirtió en una maldición.

La lógica empresarial exige hacer de los clientes y los empleados seres incompletos, con el objetivo de convertirlos en recursos humanos (en medios, es decir, que dejen de ser fines en sí mismos). La práctica totalidad del trabajo de nuestra sociedad ha sido centralizada. Al común de los niños hay que enseñarles a que piensen en su futuro en términos de puestos de trabajo, y no en términos de ganarse la vida de manera independiente.

En un discurso que pronunció ante la Asociación Agrícola de Wisconsin en 1859, el bueno de Abraham Lincoln les dijo a los granjeros que las tres cuartas partes de la población norteamericana tenían medios de vida independientes. Estaba convencido de que esto impediría que el sistema europeo y británico de las fábricas y el proletariado llegara jamás a echar raíces en el país.

Cuán equivocado estaba Lincoln. Después de que el Sur quedara en ruinas, se reclutaron grandes olas de
inmigración que poblara esas tierras. El objetivo era crear un proletariado inmediato y aplastar la actitud
independiente del pueblo llano nacido en la región.

Los padres tuvieron que ser convencidos de que la subordinación de por vida como esclavo asalariado era, en realidad, una liberación de la pesada carga de las responsabilidades; se les enseñó a entregar con agrado a sus hijos a los empleados del estado político (como si no se tratara de una locura, sino de una mayor liberación de sus responsabilidades).

Esta nueva economía engendrada por Astor, Vanderbilt, Harriman, Morgan, Carnegie, Rockefeller y sus asociados inundó los Estados Unidos de propaganda a favor de la escolarización. Estos hombres compraron todos los periódicos y diarios de importancia, todos los Chautauqua y prácticamente todos los púlpitos, para que les ayudaran a colonizar la opinión pública (acerca de esta y de otras cuestiones).

Al cabo de poco tiempo, su bombardeo publicitario había convencido al público de que el tiempo que los alumnos pasaban sentados en las escuelas era educación. Sin embargo, en sus propias vidas los arquitectos de la escolarización no mostraron el menor apego a esta reclusión escolar. A los siete años de edad, [el futuro gigante empresarial] Carnegie suplicó a su madre que le permitiera abandonar los estudios para poder
dedicarse a enrollar el hilo alrededor de las bobinas en una fábrica de ropa. Su madre se lo permitió, y el resto es historia.

Hoy en día nos hallamos inmersos, en EE. UU., en una nueva expansión del imperio de la institución escolar. Esta vez, la propaganda de la campaña tiene como punto de mira imponer a la población la universalización de los colegios universitarios. La embarazosa controversia de que Google, Twitter, Microsoft, Apple, Dell, Oracle, Ikea, Avis o Whole Foods Markets, así como todos y cada uno de los imperios de la comida
rápida y del espectáculo, sean creaciones de individuos que han abandonado sus estudios, es una ‘anomalía’ que los políticos y los pedagogos prefieren no entrar a discutir.

Para medir el cinismo que hay detrás de la manipulación de la opinión pública norteamericana hay que darse cuenta de que todas las naciones que muestran máximo rendimiento en los concursos internacionales de matemáticas y ciencias retienen a sus hijos en la escuela muchas menos horas al día que los norteamericanos. En Singapur (que suele dar los mejores resultados en los concursos de matemáticas) la totalidad del tiempo que los chicos y chicas pasan en la escuela suma ocho semanas enteras menos de horas de clase que en el caso norteamericano. Lo mismo se puede decir en el caso de Japón, Hong Kong, Taiwán, Finlandia y muchos otros. Una verdad incómoda, pero que no deja de ser cierta.

Echar un vistazo a los experimentos intensamente promocionados acerca de un mayor número de horas de reclusión, como los de la  cadena de escuelas KIPP, es revelador. KIPP prolongó el horario escolar con tres horas más de clase al día, y añadió una asistencia bimensual los sábados, y comprimió otras tres semanas dentro del año académico, todo ello por una mejora insignificante en los resultados en los exámenes, lo cual apenas merece tanto gasto y tanta molestia. Esta ‘mejora’ demostraría ser nula, creo yo, si se implantaran las pruebas de capacitación [en lugar de las evaluaciones].

9. EL FRAUDE AL DESCUBIERTO

El largo siglo de escolarización obligatoria en EE. UU. ha dejado al descubierto el fraude de la maestría diplomada, y el doble fraude de la jerarquía designada. Los estudiantes que obtienen máximas calificaciones
solo tienen más éxito en la vida que los estudiantes con peores resultados cuando el juego ha sido amañado.
A unos estudiantes tan mediocres como George Bush, Al Gore, Franklin Roosevelt y John Kennedy parece
que no les fue nada mal. Lo mismo puede decirse de unos estudiantes tan desastrosos como Craig Venter, coinventor del Proyecto del Genoma Humano, y Albert Einstein. Nuestras vidas no quedan arruinadas si la escuela nos califica de imbéciles sin remedio, como lo hiciera con Thomas Edison, o de disléxicos incorregibles (así es como catalogó a Ingvar Kamprad, el fundador de IKEA).

Para reformar este asunto es obligatorio dar un primer paso que resulta políticamente imposible: la educación
tendrá que ser implacablemente despolitizada, y su cómoda estructura gremial tendrá que ser llevada al desguace.

La estandarización de la escuela nos está matando. No puede enfrentarse a los desafíos de nuestra época
porque su cadena de mando no puede responder a la retroalimentación. El fallo en la retroalimentación es un síntoma que se observa en las especies en vías de extinción, según la teoría de la evolución. A menos que los profesores no estén en su derecho de elaborar políticas, además de enseñar, no serán más que mercenarios
(con todos los defectos asociados a estos); serán meras máscaras del Mago de Oz encubriendo la voluntad de directivos invisibles desconocidos por el público.

Necesitamos una revolución sin armas de fuego. Las negociaciones con los esbirros pagados para proteger
al estatus quo corporativo que es la escuela son inútiles. Utilicen la lacónica declaración “preferiría no hacerlo” como consigna de batalla, como reafirmación de su Libre Albedrío, sin el cual la humanidad se convierte en mera maquinaria.

En las escuelas, insten a los niños a escribir de punta a punta en la primera página de todos los exámenes
estandarizados: “Preferiría no hacer esta prueba”. Sin maldiciones, sin insultos, sin desafíos, y sin más explicaciones.

Utilicen los servicios (el WC) cuando lo necesiten. Cuando les pidan explicaciones, digan: “Preferiría utilizar
los servicios sin pedir permiso”.

Y elijan negarse a memorizar las explicaciones de los libros de texto acerca de pretendidas verdades históricas como si de verdades indiscutibles se tratara.

El único modo de escapar de esta trampa asfixiante es poniendo arena en el engranaje de la maquinaria
social; exactamente igual que hicieron los colonos americanos para sabotear al poderoso Imperio Británico.
Cuando las juntas escolares de EE. UU., dejándose arrastrar a ello, dieron la espalda a la concepción democrática de una escolarización común para todos, las antiguas formas igualitarias de la escuela fueron
substituidas por la ‘religión civil’ de Spinoza.

John Taylor Gatto ha sido Profesor del Año del Estado de Nueva York, y aboga por la reforma de la escuela. Es autor de los libros Dumbling Us Down: The Hidden Curriculum of Compulsory Schooling (Embruteciéndonos: el currículo oculto de la escolarización obligatoria), y Weapons of Mass Instruction (Armas de instrucción masiva).